jueves, 2 de mayo de 2013

Calle de muertos, época de muerte


Otra noche más, miro la hora sin susto, son las 2, gambeteo entre las aberturas que el tiempo ha dejado en estos viejos páramos donde la soledad ha derruido hasta el más duro asfalto y las cunetas, chuecas como haciendo ángulos de 45 grados hacia adelante albergan, en cuclillas amparados por la sombra nocturna, a las más extrañas criaturas que la sociedad hubiera podido vomitar; mientras yo, con un par de copas en el cuerpo, vuelvo del bar que ampara mis más profundos pensamientos y me hace sacar ese yo extraño pero cómico (bueno tragi-cómico) que solo suelo dar a conocer en ese antro, que por lo general lo frecuentan tipos solitarios y trabajadores alcohólicos sin mucha esperanza.

Volviendo al recuerdo, sigo el camino a mi hogar, a ese lugar tan pequeño y obsoleto, tan poco cuidado, como gritándome las vivencias y energías que he podido depositar en 22 años, de tiempos violentos, orgullo, de larguísimas tristezas, incluso algunas que aún no he podido olvidar, tiempos de gloria y también de  caídas, de las que, afortunadamente he podido sobrellevar y olvidar en viejos pasajes de mi memoria. Ese cuartucho, atiborrado de rayados de mi época de estudiante secundario; en donde vivía en un torbellino de experiencias, cada una superior a la otra, cada botella era de un licor más fuerte y cada droga se hacía menos blanda. Así cierro la puerta a duras penas, mirando un par de estrellas fosforecentes en mi techo, casi lo único en ese espacio que hace recordar mi infancia con nostalgia y un poco de felicidad; mirando a la niñez; ese momento tan inocente y a la vez tan acertado, en donde la mentira solo la decían los grandes y la verdad era tu única verdad. Hasta que de golpe despiertas.

Caigo sobre la cama, entre dormido y queriendo despertar, miro a la hora del reloj, ya son las 3, para mí la noche ya había empezado, pero debía terminar ahora, si no quería terminar con una rezaca de aquellas, o con un punzón atravezándome las tripas. En ese instante la conciencia deja mi cuerpo, y da paso a una vorágine de grises nubes en mi cerebro,  se adueña de mis pensamientos y de mis pesares, de mi felicidad y de todo cuanto la razón pueda sustentar. Entro en un estado de beligerancia entre lo que es real y lo que sólo es producto de mi imaginación, veo caras, paisajes, grises y blancos, gente que me mira con ojos grandes y oscuros, como muertos; animales extraños y personas que ya han sido parte, quiera o no de mi vida, edificios interminables y un sin fin de imágenes que solo puedo abstraer en ese instante. Todo es tan tranquilo, la epogé de mi vida está en este minuto, en este segundo en donde puedo tomar conciencia de ello y guardarlo en el archivador más fiable de mi ser.

Así termina otra noche, en la ruidosa capital, al oeste de la metrópoli, donde los olvidados son menos recordados a medida que los años los van envejeciendo, curtiendo y matando, de enfermedades, por alguna que otra sobredosis, o entre ellos, a puñaladas o disparos, ya da igual, el final será el mismo cada cierto tiempo, causa de la interminable violencia a la que día a día estamos expuestos. Somos muertos vivientes. Somos el presente de un futuro inexistente.